Junio 16, 2002: O Estado de S. Paulo, São Paulo, Brasil
Lula y el síndrome del revolucionario bueno
Carlos Alberto Montaner
El manicomio político brasileño de hoy se parece bastante al venezolano de 1999. En Caracas, la clase política democrática no supo forjar un pacto razonable con el cual derrotar a Chávez en las urnas, y poco a poco el coronel fue convirtiéndose en el candidato de los grupos más pobres, y luego de los niveles sociales medios. Cuando las encuestas ya lo daban como ganador, surgió y se expandió como una epidemia el ''síndrome del revolucionario bueno''. Era el inicio de la catástrofe.
¿En qué consiste el ''síndrome del revolucionario bueno''? Se trata de una curiosa fantasía consistente en creer que los reformadores sociales delirantes no intentarán llevar a cabo sus locos proyectos. Es como la negación de la realidad que suelen experimentar ciertos moribundos. Dado que morirse parece ser una experiencia desagradable, la manera de enfrentar ese hecho irremediable es creer en que una fuerza mágica impedirá que suceda. En Cuba fueron legiones quienes opinaron que Castro, debajo de su disfraz y de su discurso, escondía un estadista prudente. Y en la Venezuela de Hugo Chávez escuché exactamente lo mismo: ``Se trata de un revolucionario oral que se dejará guiar por la terquedad de los hechos''.
Ahora es el turno de los ilusionados brasileños. Como Lula ha roto su techo electoral y tal vez sea imbatible, muchos empresarios y miembros de los sectores sociales medios --los que primero sufrirán las consecuencias nefastas de este apóstol del tercermundismo-- comienzan a pensar que este sindicalista radical, una vez instalado en la casa de gobierno, será poseído por el espíritu de Tony Blair y se comportará razonablemente.
¿Por qué esperar esa metamorfosis? Lula da Silva, como muchos millones de latinoamericanos, cree que la economía de mercado es un injusto sistema de producir y asignar bienes y servicios. Y cree que la tragedia de los ochenta millones de brasileños pobres se debe a la codicia insaciable de los ochenta millones que no lo son, y muy especialmente a la de esos siete millones que constituyen los niveles sociales altos del país. Para el señor Lula da Silva, y para todo su circuito de amigos, cómplices y compañeros de ruta inscritos en el Foro de Sao Paulo, la tarea de los gobiernos es diseñar controles para hacer justicia mediante la repartición forzosa de la riqueza creada, estableciendo patrones igualitarios de consumo, y no la de forjar las condiciones para que la sociedad, libre y espontáneamente, genere cantidades cada vez mayores de bienes y servicios.
¿Qué le vamos a hacer? El señor Lula da Silva es un revolucionario latinoamericano. Esta es una especie muy prolífica surgida en el siglo XX, dura de entendederas y refractaria a la experiencia, alimentada por graves errores intelectuales y aquejada por una cómoda explicación de nuestras desgracias basada en el victimismo, lo que provoca en ella una furia moral muy peligrosa. El origen está en una vieja tontería formulada por Marx en el siglo XIX para explicar las relaciones económicas entre Inglaterra y la India. Los latinoamericanos somos pobres porque nos explotan los poderes imperiales. Esos yanquis, europeos y japoneses canallas (últimamente apoyados por los coreanos y los chinos) que nos han condenado a la periferia del sistema económico, obligándonos a vender materias primas sin valor agregado mientras compramos productos manufacturados para gloria y fortuna de las naciones situadas en el centro. Hace treinta años Fernando Henrique Cardoso, hoy presidente de Brasil, que entonces pensaba como Lula, escribió el manual de la secta: Dependencia y desarrollo en América Latina. Con el tiempo y muchas lecturas, que Lula no ha hecho, se curó.
Votar por Lula es una opción legítima. La democracia no puede excluir a nadie porque esté equivocado. Lo que constituye un disparate es pensar que Lula, una vez en el poder, va a respetar las libertades económicas y se va a comportar sensatamente. ¿Por qué va a traicionar sus convicciones? Los revolucionarios latinoamericanos son dirigistas, proteccionistas, aborrecen a los empresarios, detestan a las naciones desarrolladas de Occidente, a las que culpan de las desgracias nacionales, y tienen una idea cómica de la elasticidad de los presupuestos y de la capacidad recaudatoria del estado. Todos creen que la calidad moral de los gobiernos se mide por la intensidad del gasto público, lo que desboca la inflación y acaba por destruir la economía. Ninguno entiende cómo se crea o se malgasta la riqueza. Desde Perón hasta Alan García, pasando por Allende, los sandinistas, Fidel Castro y Chávez, a la izquierda y a la derecha del espectro político, los revolucionarios latinoamericanos son expertos en arruinar sus países en nombre de la justicia social. Si los brasileños van a elegir a Lula, es conveniente que sepan lo que les va a suceder. No existe el revolucionario bueno de la misma manera que no hay una especie amable de polilla. Creer lo contrario es sólo un síntoma de la ''fase de negación'' previa a la muerte inevitable.
Carlos Alberto Montaner, periodista y escritor cubano, es co-autor del libro "Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano"